Qué hacer en Iruya, un destino imperdible en el norte de Argentina
Iruya es un pueblo escondido en medio de los cerros, al que se llega por una camino de cornisa, espectacular y sinuoso. Imágenes
Una producción original de Conocedores.com
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Informe y fotografía
Guido Piotrkowski
Iruya es un destino pequeño en dimensiones, pero enorme en atractivos, escondido en la provincia de Salta, a 2800 metros sobre el nivel del mar y 320 kilómetros de su capital; sin embargo, para llegar hasta aquí hay que adentrarse, sí o sí, en la Quebrada de Humahuaca en Jujuy. Desde aquí parten los ómnibus que recorren el sinuoso camino de cornisa –no apto para cardíacos– que es necesario atravesar para llegar a este pueblito a las puertas del cielo.
El micro atraviesa arroyos desbordados por la crecida y trepa lentamente hasta alcanzar los 4.000 metros de altura en el Abra del Cóndor, el límite caprichoso entre Salta y Jujuy, a mitad de camino de Iruya. Un cúmulo de nubes queda por debajo nuestro, ahora la niebla domina el camino, y nos detenemos en este punto panorámico y obligatorio. Una parada muy necesaria para estirar las piernas, hacer fotos, y chequear que el equipaje, que va amarrado en el techo, siga en su lugar.
A casi dos horas del comienzo del viaje, sólo resta el descenso: son unos 1.200 metros repartidos en veinte kilómetros, hasta llegar a los 2.800 metros sobre el nivel del mar en los que se encuentra el destino final.
La desolación perfecta del paisaje andino y sus quebradas es interrumpida de a ratos por unas pocas casas de adobe, habitadas por pastores del siglo XXI que viven como si el tiempo no hubiera pasado. Llamas, ovejas y cabras pastan perdidas por ahí, y andan a paso lento junto a los niños que las cuidan, pequeños de rostros curtidos por el sol y el viento de altura, que sonríen tímidamente ante el paso del ómnibus. Una soledad abrumadora y un paisaje fantástico son parte del trayecto a la vera del río Colanzulí, que acompaña con su cauce el periplo hasta Iruya
En Iruya no hay grandes atracciones ni comodidades. Pero es justamente en la simpleza de este pueblo que acaricia las nubes, en sus paisajes imponentes y un aire de paraje montañés con herencia colla y española, sus estrechas callejuelas de piedra por las que deambulan los pobladores habitantes a paso lento, sus casas de adobe, piedra y paja, milenarias, donde radica su belleza.
La fundación de Iruya, que en 1995 fue declarada Lugar Histórico Nacional, data de 1753, el mismo año en que fue levantada la Iglesia de San Roque y Nuestra Señora del Rosario, una construcción típica de la Quebrada de Humahuaca y la Puna.
A lo largo del tiempo, el santuario original fue refaccionado en varias oportunidades, y entre los cambios más significativos se nota el reemplazo del techo de paja y barro –característico de la zona– por uno de zinc. El piso de adobe también fue sustituido, y en la década del ‘80 se construyó un nuevo altar. En la puerta, unos pocos artesanos aguardan con paciencia de montaña la llegada de los turistas, que en los últimos quince años se acrecentó notablemente.
Los collas, habitantes originarios, ya estaban asentados un siglo antes de la llegada del conquistador. Y el trueque, así como en aquella época, sigue siendo moneda de cambio para muchos de los habitantes de este enclave donde residen unas cinco mil personas.
No lleva mucho tiempo recorrer el pueblo: de hecho, se puede ir y volver en el día desde Humahuaca, como hacen muchos visitantes, ya que el tiempo que tarda el micro en retornar es suficiente para darse una vuelta, y decir que uno estuvo en Iruya. Pero claro, se pierde así la posibilidad de disfrutar del verdadero espíritu del lugar, el contacto con la naturaleza, la paz y la calma reinantes, y la posibilidad de infinita andar y andar. Porque en Iruya, a pesar de la altura, las cuestas, el clima, hay que andar.
Hay varias hosterías simples donde alojarse y algunos comedores familiares donde se pueden degustar platos típicos, tales como las empanadas, locro, tamales, guiso de quinoa o de carne de llama.
Como arranque de la visita, lo más entretenido resulta perderse entre las cuestas angostas y empedradas del pueblo, sus casas de adobe y construcciones coloniales. En la plaza, que está situada detrás de la iglesia y no de frente como es costumbre, los niños corretean y juegan al fútbol, indiferentes al ir y venir de algunos visitantes. La situación era distinta una década atrás, cuando eran muy pocos los que se atrevían a llegar hasta aquí. Hoy en día nadie, una gran cantidad de sus habitantes, que en general se dedicaban a la agricultura y ganadería, se volcaron a trabajar con el turismo.
Enclavado en lo alto del pueblo y custodiado por una enorme cruz, hay un mirador. Para acceder hay que animarse a una caminata simple, pero bien empinada. Este es el paseo mas corto, y el lugar más lejano al que se puede llegar si el viajero decide volver a Humahuaca inmediatamente. Y la caminata, esforzada, bien vale la pena: el mirador es perfecto para entender el contexto y apreciar los alrededores del sitio geográfico donde está enclavado Iruya, un entramado de valles y quebradas que encierran este cúmulo de casitas bajas encajonadas en la montaña. Una panorámica majestuosa, una instantánea para guardar en el arcón de los tesoros argentinos.
Iruya, aunque pareciera, no se termina en aquel paredón en el que está inscripto su nombre, sino que se extiende al otro lado del río como si fuera un pueblo diferente, y aún más autóctono. De aquel lado del río, donde es más extraño toparse con visitantes, donde las mujeres esquivan a las fotos, mientras que los niños pelean por salir en una instantánea, casi no hay construcciones coloniales ni restaurantes: hay sólo un hospedaje.
Acá comienza un bello camino, perfecto para observar Iruya desde lo alto y desde otra perspectiva, otra vez por encima de las nubes, donde los cerros despliegan el colorido típico de estas tierras norteñas, largamente conocidas y mundialmente famosas por el Cerro de Siete Colores, al que nada tienen que envidiarle los cerros por aquí.
Fotógrafo y periodista. Cronista de viajes. Autor de "Carnavaleando", primer fotolibro de carnavales latinoamericanos