Qué hacer en Fortaleza y en el norte de Brasil: del Beach Park a Jericoacoara
Viajar a Fortaleza es llegar a una ciudad en donde el sol brilla todo el año, de las playas urbanas al parque acuático más grande del continente
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Del Beach Park a Jericoacoara. Paseos en buggy entre dunas, manglares y lagunas. Viajar a Fortaleza, al norte de Brasil, es llegar a una ciudad donde el sol brilla todo el año. De las playas urbanas y el parque acuático más grande del continente a un resort en la vecina Cumbuco y un día en un eco parque donde se hace cachaça.
Tiempo atrás, en la década de los ochenta, Fortaleza se parecía más a un pueblo que a la gran ciudad que es hoy. Desde un punto panorámico, sobre unas dunas altas, se observan edificios y hoteles donde años atrás solo había matorrales y haciendas. Hoy, Fortaleza es la quinta urbe de Brasil, con más de dos millones y medio de habitantes. Un conglomerado de edificios coloridos y modernos frente al mar.
La capital del estado de Ceará tiene unos 35 kilómetros de playas, el principal argumento para visitar estas costas. Acá se puede disfrutar de las arenas de la Praia do Futuro, o las de Porto das Dunas. Para aquellos que buscan movimiento la del Futuro es ideal, tiene un montón de paradores gigantescos -que aquí llaman barracas- donde se pueden degustar excelentes frutos de mar, y sobre todo cangrejo, la especialidad local. Todo cearense que se precie de tal, los devora como aperitivo, siempre acompañado de una cerveza helada. La playa de Porto das Dunas queda un poco más alejada del centro y es ideal para los que busquen sosiego, y porque no, un poco de diversión también: está pegada al Beach Park, el parque acuático más grade de Latinoamérica. Es muy extensa, no hay tantos paradores, y no hay aglutinamientos de gente.
En Fortaleza hay que ir de compras al Mercado Central o pasear por la rambla y la feria artesanal al atardecer, en busca de la mejor artesanía local. También hay que visitar el interesante centro cultural Dragao do Mar, con cines, museo de arte moderno y un planetario.
El Mercado Central, ubicado en los confines de la zona céntrica, frente a la Catedral Metropolitana, es un interesante paseo de compras. Tiene una larga historia que comenzó en el siglo XIX con la comercialización de carnes, frutas y verduras. Pasó por varias modificaciones hasta que en el año 1997 tuvo la última y definitiva reforma estructural, que le daría el aspecto moderno que tiene hoy en día, una especie de ovalo de cinco pisos que se asemeja a un estadio de fútbol.
Ahora ya no se venden alimentos frescos, sino todo tipo de artesanías típicas: hamacas, cubrecamas, encajes de birlo (una técnica típica de la región), artículos de cuero, sandalias, zapatos, carteras, sombreros, productos regionales como las castañas y el dulce de cajú, cachaça, rapadura y todo tipo de souvenirs. También hay restaurantes y un pequeño local donde hacen jugos naturales frescos a base de las mil y una frutas del Brasil, indispensables para hidratarse con semejante calor.
En la rambla sobre la avenida Beira Mar, hay una feria con varios puestos abierta hasta la medianoche, donde se consiguen las mismas artesanías que en el mercado, con precios similares. A lo largo de la rambla, casi sobre la playa, se suceden varios paradores, y del lado de enfrente hay muchos restaurantes con comida regional e internacional.
El Centro Cultural Dragao do Mar es un complejo con una sala de cine, un museo de arte contemporáneo, el memorial de la cultura cearense, una biblioteca pública, un teatro, un anfiteatro, un planetario, bares y restaurantes. El Dragao do Mar fue inaugurado en 1999 y el nombre es un homenaje al apodo del pescador mulato Chico da Matilde, quien fue un símbolo en la lucha por la abolición de la esclavitud en Ceará -el primer estado en prohibirla en Brasil- rehusándose a transportar esclavos para ser vendidos en el sur del país.
El planetario tiene una vistosa cúpula que contrasta con los caserones antiguos de la zona -donde funcionaba la antigua aduana-, hoy un barrio con cierta bohemia y vida nocturna. Hay varios boliches y el famoso y muy concurrido Bar do Pirata, que abre solo el primer día de la semana dando lugar a los “lunes más locos del mundo”.
Cumbuco es la primera de una serie de paradisíacas playas que se extienden hacia el este y el oeste de la ciudad. Este pequeño pueblo de pescadores, que hoy en día vive en mayor medida del turismo, está ubicado a tan solo treinta kilómetros al oeste. La playa es reconocida mundialmente por sus buenos vientos, que favorecen la práctica del kite surf. Hay varias posadas pequeñas y confortables frente al mar, y un espectacular complejo a un paso de la playa, el Vila Gale Resort Alta gastronomía en abundancia y a toda hora, una pileta con una barra de tragos libres, un spa con gimnasio completo, jacuzzi, salas de masajes, y pileta climatizada. Además, tiene un sector especial para lo chicos con actividades todo el día.
Luego de tanto masaje y comida y pileta, es bueno aprovechar la fama internacional y los buenos vientos de Cumbuco para tomar unas clases de Kite surf. Y también recorrer el pueblo y alrededores a bordo de los clásicos buggies, a los saltos por las gigantescas dunas, postal cearense.
“El I Park es una alternativa al sol, el mar y la playa, que lo más típico del noreste”. Este eco está ubicado en la ciudad de Maranguape, a treinta kilómetros de Fortaleza. El parque de aventuras tiene un interesante costado cultural: el Museo de la Cachaça, una de las bebidas más populares de Brasil. Las tierras son propiedad de la familia Telles, los creadores de la marca Ypioca, una de las más vendidas de Brasil. Ypioca quiere decir tierra roja en tupi guaraní, que eran los aborígenes que vivían en este territorio, una tierra apropiada para el cultivo de esta caña.
Una breve historia de la cachaça dice que los portugueses trajeron la caña de África y Asia a San Pablo, y desde la ciudad sureña el cultivo se extendió a otros puntos de Brasil. Y una breve reseña de la familia cuenta que fue Don Darío Telles quien llegó con apenas diecisiete años desde Portugal y tres años después estaba fabricando el aguardiente brasileño por excelencia. Pasaron ya cinco generaciones desde aquellos tiempos y hoy la marca fue vendida a la estadounidense Johnnie Walker, pero la estancia de Maranguape continua en manos de los familia, que diseñó este lugar para pasar una jornada de aventuras lejos de la playa, conociendo el proceso de la cachaça y disfrutando de la comida regional. Lo más llamativo es un tonel gigante en medio del parque, que según el libro Guinness de los records es el más grande del mundo, con una capacidad de 350 mil litros. ¡Y está lleno de cachaça!
Luego de pasar por el museo, llega la hora del movimiento, que en el I Park es mucho y bien variado. Hay un trencito que lleva a los visitantes desde la zona del museo y el restaurante hacia las inmediaciones del lago artificial, donde se practican la mayoría de las actividades: tirolesa, arborismo, muro de escalada, stand up paddle, arco y flecha, botes a pedal, kayak, bicicletas y más. También algunos entretenimientos novedosos, atractivos y muy divertidos como el “Giro Master”, que es un simulador de gravedad; el “Aqua ball”, un globo de plástico transparente donde entra una persona y flota girando dentro del agua, el cable 2D que es para hacer surf agarrado a una manivela impulsada por un cable, donde los más avezados se animan a las piruetas.
El Beach Park es el parque acuático más grande de Latinoamérica, ubicado frente a la playa de Porto das Dunas, a media hora del centro de Fortaleza. Tiene juegos y atracciones extremas, moderadas y para toda la familia. El Arrepius es un conjunto de cinco toboganes de agua. La atracción principal es el Insano, un tobogán de 45 metros de alto. Además, el complejo tiene cuatro hoteles con restaurantes, bares y tiendas. El Beach Park Suites Resort, que es el más antiguo y tradicional; El Beach Park Acqua Resort, el más moderno con pileta frente al mar y el el “Aqualink”, un río artificial que conduce hasta el parque; El Oceani, que está ubicado frente a la mejor porción de playa, y el Wellness, inaugurado este año, que apunta al “bienestar del cuerpo y la mente”, con un completo spa.
Dunas encantadas. Pueblos que desaparecen bajo una montaña de arena y barcos cargueros que aparecen de la nada. Un puñado de moradores que se casan entre sí y conciben decenas de hijos. Burros por doquier. Gallinas. Vacas. Pescado a granel. Camarón y pulpo en abundancia. Cincuenta años atrás, cuando nadie en el mundo lo conocía, cuando aún era un ignoto y diminuto pueblo perdido en el desierto de Ceará, Jericoacoara se parecía más un pueblo más de aquellos que componen el imaginario del realismo mágico latinoamericano, que a esta playa que hoy ponderan las principales guías de viaje. Pero que, aún hoy, mantiene aquella magia de antaño. Las viejas historias todavía resisten en este pueblo donde un sinfín de viajeros hunden sus pies en las calles de arena a paso lento rumbo al mar.
Jerí, el pueblo de arena, se hizo conocido en la década del noventa por una nota publicada en el Washington Post que lo incluía en un listado de las diez mejores playas del mundo. A partir de ahí, ya nada fue igual. “Jeri se hizo famoso por su mezcla de dunas, palmeras, cavernas, las piscinas naturales. Eso atrajo los primeros mochileros de boca en boca. Y cuando apareció la nota en el Washington Post, se produjo el bum”, cuenta Fabio Nobre, propietario de “Aldeia dos Ventos”, el parador especializado en clases y alquiler de equipos para windsurf y kitesurf. Aquí, el viento es protagonista estelar y aquellos amantes de los deportes acuáticos vienen para domar las olas.
Nunca fue fácil llegar. En esta pequeña aldea cosmopolita, no hay lugar para calles de asfalto, ni grandes hoteles ni bancos, ni siquiera cajeros automáticos.
Aquí hay mas de una centena de posadas rústicas para todos los presupuestos, barcitos y restaurantes con excelente gastronomía y mucha onda, negocios de artesanos, y una playa extensa, preciosa, con aguas cálidas. Si bien hay una ruta pavimentada desde Fortaleza, para finalmente llegar hay que atravesar un buen tramo de arena, ya sea por las dunas que pertenecen al Parque Nacional Jericoacoara, o entrando por la playa de Preá, desde Jijoca, hasta donde llega el los ómnibus de larga distancia. Desde ahí, se puede tomar la “Jardinera”.
“Hasta 1992 venía muy poco gente. Solo los aventureros, los hippies que enfrentaban cualquier cosa para llegar. Incluso a pie”, recuerda Ricardo Jataí, dueño de las jardineras, quien trabajaba entonces en una empresa de ómnibus de larga distancia, y tuvo la gran idea de reformar una camioneta. La desmontó y le colocó bancos de madera. “La bautizaron de Orni: Objeto Rodovario no Identificado”, recuerda y larga una risotada.
“Este era un pueblo olvidado, nadie lo conocía. Solo la gente que cambiaba pescado por harina –cuenta Jose Dorival da Silva, dueño de la primera posada de Jerí- Aquí venían solo mochileros que se hospedaban en la casa de los pescadores. Comían y dormían, por una propina”.
Los coloridos y ruidosos buggies, Ideales para andar por las dunas, son parte del paisaje de Jerí. “¿Con o sin emoción?” preguntan los ases al volante. Partimos a media mañana. Acomodados sobre el respaldo del asiento trasero, nos agarramos fuerte de la barra antivuelco y partimos a toda velocidad por la playa. Obviamos la primera parada, frente a un lago donde se hace un paseo en bote por donde, dicen, se ven caballitos de mar. Llegamos a Mangue Seco, y atravesamos el río Guriu con el buggy montado en una balsa. Entramos en el manglar seco, un laberinto atravesado por un sendero de arena en medio de ese enjambre de árboles que echan sus raíces en la costa de los ríos tropicales. Más adelante, nos detenemos en la vieja Tatajuba, un pueblo que fue enterrado bajo la arena hace cuarenta años. Dona Delmira es testigo de aquellas vivencias, y es quien se encarga de contar la historia una y otra vez, en un parador de madera y techo de paja, donde se puede tomar un coco fresco o comprar alguna artesanía. Allí, parada detrás de una ventada de adobe, Dona Delmira, recita de memoria: “La casa de papá quedaba al lado de la iglesia que fue enterrada. Primero cayó el techo, después las paredes. Yo vivía al lado, me bauticé ahí, –dice sin respirar- Ni las paredes quedaban en pie, el viento trajo arena, las dunas destruyeron las casas. Fue un proceso lento, duró unos quince años. Las casas se caían, pero los moradores se levantaban y sacaban la arena.” Finalmente hubo que mudar el pueblo.
Hoy en día, unas 1200 personas viven en Nueva Tatajuba, que tiene una réplica de la antigua iglesia. Desde el parador se ve una duna enorme, blanca. “Los más viejos dicen que está encantada –asegura Delmira- Por las noches vemos luces. Mi suegra escuchaba gente conversar, pero dice que cuando llegaba a la duna se callaban todos. Hay días que hasta escuchamos bandas de forró”, exagera.
Nos montamos una vez más en el buggy y seguimos rumbo a la duna encantada, cuyo encanto es tirarse en sandboard y «skybunda». El paseo continúa hacia las enormes Dunas del Nihuil, ideal para una gran panorámica. Finalmente nos detenemos a almorzar en la Lagoa da Torta. Allí hay varios chiringuitos que ofrecen pescado y frutos de mar, vendedores ambulantes de queso a la brasa y dulces, y un montón de hamacas para dormir la siesta flotando sobre la laguna. Luego, solo queda emprender el regreso a Jerí, donde espera el atardecer, sus calles de arena y sus noches de samba, bossa nova y forró.
El atardecer es un ritual, todo un acontecimiento. El pueblo entero sube como en una procesión hasta la “Duna do por do sol” (duna de la puesta del sol), que nace al final del pueblo y desemboca en el mar. Locales y visitantes se sientan en la arena, de frente al horizonte. Flashes, mimos, besos, abrazos. Un grupo de brasileños toca la guitarra, mientras unos alemanes saltan duna abajo y un capoeirista musculoso corteja a una rubia nórdica.
Con el sol ya oculto, y el último atisbo de luz, comienza otro ritual: la rueda de capoeira “Vamos a jugar un poco” –anuncia el maestro. Suena el Birimbao, los tambores, los cantos africanos. Los luchadores van turnándose de dos en dos, para entrar al círculo y “jugar”, en esta lucha ancestral que comenzó como una lucha encubierta para defenderse de los portugueses. Un juego de acrobacias.
Anochece. La rueda termina, los cantos e instrumentos se silencia. La playa se vacía y se encienden las lucen en el pueblo de arena.
Fotógrafo y periodista. Cronista de viajes. Autor de "Carnavaleando", primer fotolibro de carnavales latinoamericanos
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